martes, 5 de mayo de 2009

enCajado

Y Pedro soñaba que dormía en un contenedor metálico. Grande, vacío, frío. Solo poseía una frazada y el eco de sus pasos. Quiso avanzar en la oscuridad. No tenía miedo. Se topó con una vara larga de madera, esta no era la única. Unas encima de las otras se fueron descubriendo. Se topó, así, con varias pilas.

Ya para entonces no era de metal el contenedor, sino de madera. Madera fibrosa.

Una de las varas, se elevó de repente sobre su base… a su paso todo se quebró. Ahí se dio cuenta que las varas eran fósforos. El fósforo parado comenzó a crecer y se fue desarrollando como árbol. Pedro alcanzó a sujetarse de una rama, estaba muy alto sobre las sobras de la caja y los otros fósforos, pero solo a la mitad del Álamo.

Mucho tiempo había estado en la oscuridad, no podría decir cuanto, pero ahora eso le pesaba. Sus ojos eran inútiles ante la luz. No tuvo miedo. No lograba vislumbrar nada. Poco a poco fue recortando siluetas. Raras siluetas. Logró ver algo como un pájaro. Quedó de una pieza cuando vio un papagayo, un tucán, un zorzal, tordos, chorlitos, pavos, patos, canarios, una lechuza… “¿un pingüino?” Hasta un avestruz divisó.

El estaba ahí, rodeado de colores y distintos cánticos. Cual Edén. Quieto contempló, Quieto se maravilló. No tuvo miedo. En eso, cada ave comenzó a perderse en si misma. Se fueron secando hacia dentro.

Las plumas comenzaron a caer. Sumiose, Pedro, en copiosa lluvia. Colores lo bañaban, se regocijó tomando plumas e interrumpiendo el cauce de la cascada. Fue una especie de biombo que lo separó de los animales. “Extraño fenómeno” pensó Pedro.

Cuando se acabó todo, cuando su estancia en aquel árbol volvió a la calma, reparó en el paisaje. Al horizonte se extendía el blanco. No nivoso, más bien como de papel. En la base del Álamo, las astillas de la caja más los fósforos formaban una pequeña villa.

Sintió una tibieza en su pierna. No tuvo miedo.

En las ramas, donde antes estaban las aves, se movían masas negras, uniformes y viscosas. Avanzaban hacia él. Ya trepaban algunas por su pierna, alcanzando el tronco. No tuvo miedo. Pesaban, es cierto, pero no le molestaban.

Entonces se le ocurrió subir a la copa del árbol.

Mientras avanzaba por las ramas, las masas cercanas se le subían como pidiendo permiso. Como no le molestaban, sentía que sería un buen ejercicio mantenerlas. Mientras más subía, más cerca estaba de las casas. Cuando llegó a la copa se dio cuenta que no quedaban masas, más que en él… y que estaba en el suelo.

No tuvo miedo, pero se preocupo cuando una viscosidad intentó tomarle la cara. Se la sacó. La tiró al suelo, pero volvió lentamente a subir por sus zapatos. Una y otra trataban inútilmente de cumplir la misma misión.

Entonces se sacudió. No pasó nada. Se le ocurrió mojarlas. Y fue a una casa. Pidió agua a gritos. “¡Agua, por favor!” nada más que estrepitosos portazos y ventanazos. “¡Agua, por favor!”… nada. Recorrió las casas, todas cerradas. Buscó las canillas fuera de las casas… las habían arrancado. Desesperó y pronto se resignó. Intuía la ineficacia de sus súplicas. “Si ya al primer llamado...” pensaba mientras se desplomaba.

No tuvo miedo cuando le taparon los ojos, total no los necesitaba; no tuvo miedo cuando le bloquearon la nariz, aún… le quedaba la boca.


Despertó sin voz de tanto gritar. Palpó, pero no tuvo miedo… el cajón seguía cerrado.

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